martes, junio 16, 2015

Noticias del más allá *

  Caer en la trampa de las guías, sobre todo cuando uno viaja a países exóticos, es un mal necesario. Hace más de una década, recuerdo haber pisado pueblos semifantasmales de Tailanda por culpa de guías como la Lonely Planet. La guía en cada rincón y en cada pueblo exacerbaba una característica o un atributo a tal punto que el encuentro con la realidad de una región que podría tener su encanto, se volvía decepcionante por las expectativas creadas. Llegaba tratando de identificar las características locales y los sitios arqueológicos citados en la Biblia del buen mochilero. En cambio, terminaba deambulando por pueblos opacos, con ruinas budistas apenas conservadas, persuadido de que había errado las coordenadas. Los alojamientos recomendados solían ser antros de paredes delgadas, donde resultaba imposible dormir después de las siete de la mañana. Varios estaban comandados por gringos que parecían prófugos o lavadores dinero en el rincón menos pensado del planeta.

Recuerdo que aquel viaje pesadillesco por suburbios del sudesteasiático se encarriló cuando dejé de atender el optimismo de una guía para la cual todo puede o debe ser vendido,  y empecé a confiar en viajeros que hacían el camino inverso y traían noticias de más allá.  Al cabo de una semana entendí que estaba en el país equivocado si no quería improvisar una de las tantas formas de turismo y consumo que ofrece Tailandia y pretendía viajar hacia el corazón de un pueblo. Crucé la frontera con Laos y la atmósfera cambió como si los dos países estuvieran separados por un océano. Vestigios de Indochina y del comunismo. Trazos de la historia en el aire y en el paisaje. Recuperé la ilusión de que por fin era un viajero más que un turista. Difícilmente un extranjero se encontrara en Vientiane por los mismos motivos que otro. De algún modo era un lugar transitado por fantasmas.

Lo que me sucedió en Tailandia, bajo el influjo de la Lonely Planet, no suele ocurrirme en Argentina. En mi propio país siempre me resultó más simple percibir dónde había gato encerrado. No obstante, un par de notas auspiciosas en distintos matutinos sobre Maschwitz y sus mercados, fungieron de guías de turismo accidentales. Con una fe fundada ingenuamente en esa publicidad encubierta que propagan las crónicas del buen vivir, un domingo partí con mi mujer hacia la aventura. Ya al entrar a la zona en cuestión, sentimos la presencia de un pasado falsificado e incrustado en una especie de maqueta balnearia, con sus zonas temáticas, sus shoppings al aire libre y sus turistas indecisamente bronceados. Bajo la máscara de la autosustentabilidad conservaba algo de esos paseos de compras laberínticos que pueden verse en Bariloche y Mar de las Pampas, y que la mayoría de las veces parecen construcciones prearmadas sobre las que, en temporada baja  o en días de semana, cae una tristeza inocultable, igual a la de un payaso. En esos momentos clientes y habitantes parecen haber huido y detrás del maquillaje turístico corrido asoma una maqueta de la sociedad argentina: simulacros culturales que son centros de recreo y bienestar para habitantes de countries y para porteños incautos, y a pocas cuadras calles empantanadas, pozos ciegos, baches, fachadas derruidas que cada tanto la sombra de un hombre atraviesa para alimentar perros flacos y rendidos ante su puerta.   




* Columna publicada en Cultura Perfil el 14 de junio de 2015

Bárbaros en la barra *


Hace poco, leyendo un libro de crónicas de Andrés Felipe Solano sobre Corea, me encontré con un pasaje, entre tantos otros destacables en este libro -que pese a todo es un diario visceral que hace honor a su título: “Corea, apuntes desde la cuerda floja”-, que refería la importancia de los bares en la vida de un extranjero. Encontrar un bar cercano en el cual atravesar el verano –o un lapso de tiempo más subjetivo, por ejemplo un duelo- es una cuestión de sobrevida.
Agreguemos que también ese tipo de bares son esenciales para atravesar el invierno, el otoño y la primavera. Felipe Solano refiere el hallazgo de un bar singular en Seúl, repleto de una colección de vinilos, como una anomalía en la que además, o por sobretodo, existe la bendición del aire acondicionado en épocas de economía energética. Los veranos en Seúl son pesados y húmedos, como los de Buenos Aires. De manera que el bar de Felipe Solano, llamado Golmok, en las inmediaciones del barrio cosmopolita por excelencia de Seúl –Itaewon-, es un refugio, un lugar de doble vida donde lo que se gana no es la aventura sino la soledad. Ninguna residencia más oportuna para ejercitarse como forastero que la barra de un bar.
Me pregunto, ahora, si en realidad la barra de un bar no induce la extranjeridad. Es decir, si la barra no es un nodo en el que uno y su propio extranjero se encuentran pacíficamente a saldar cuentas y negociar el futuro. Acodarse en la barra de un bar en Buenos Aires puede ser un modo nostálgico de sentirse forastero, sobre todo cuando los bares con barras serias y contundentes escasean.
En Seúl, aunque no llegué a frecuentar el Golmok, cierta tarde invierno descubrí un bar de jazz. Tenía una variedad sorprendente de whiskys y en general los clientes, después de comer en otro lado, venían a beber y ordenaban una botella. Como muchos bares en Asia, el bar no daba a la calle, estaba en un edificio. El dueño, del otro lado de la barra, trabajaba solo, y tenía una pecera con un microhabitat y una criatura de piel transparente, aspecto de nonato, brazos cortos, manitos atrofiadas y cola larga, a la que mimaba y apodaba “mi bebé” pese a que raramente se movía.
La mayoría de las veces, como si fuera necesario exacerbar mi sentimiento de extranjeridad, apenas abría el bar a la noche yo estaba en la barra hablando de Sonny Rollins, Ornette Coleman, Gary Peacock. Siempre sonaba buena música y siempre podía encontrar luz para leer el libro que llevaba encima.
Sin embargo, a partir de un episodio, mi estadía comenzó a ser non grata. Con cada visita la curiosidad por la criatura había ido aumentando y me quedaba minutos observándola. Cierto día, a solas, vulneré la resistencia del dueño a hablar de esa criatura prehistórica, e insistí en saber qué era. “Un axolotl”, me dijo. Le pregunté cómo lo había conseguido y si no era un anfibio en extinción. Malhumorado, me contestó que había llegado de Japón, que el animal requería tantos cuidados como un enfermo y que tener uno no era ilegal.  Cometí la torpeza de comentarle que en Ciudad de México algunos restaurantes lo servían como manjar. Empalideció. Nunca me quedó claro si debido a nuestro inglés tomó el comentario como una propuesta culinaria, pero en mi siguiente visita, al verme entrar, me recibió como un bárbaro que llegaba a apropiarse de su bebé. 

*  Columna publicada en Cultura del diario Perfil el 31 de mayo de 2015.